viernes, 3 de octubre de 2008

Un tal Bautista




UN TAL BAUTISTA

Tras la penumbra del nuevo día recordé tu nombre y en los soles pérfidos de mi memoria se acompasó mi infancia náufraga. Hoy es un día en la historia de siempre. ¡Sálvame Señor!, hurta tus redes del pasado y libera mi vida, no me dejes caer en la divina tentación divina. Quítame esta pena que arraigo como a un cepo.
Bautista, a tus pies yacen fértiles los pecados del mundo. Elevas tu cabeza por encima de la cruz y no ves más allá de ella. Ajeas tus libros mal sufridos que derramados por la mesa están. Debieras verte. Solo y en ausencia. Tu estás siempre a la sombra queriendo descubrir con ímpetu el paño bordó que cubre el sol de la mañana. Estás clavando con filo tu mirada en el ayer, en el hoy que no ves. Querido Bautista, ya en tus tiempos de luces tomaste la palabra en vano, convenciste a Nicanor de regalar su rebaño y unir sus fuerzas a las tuyas, para luego, en los tiempos de cólera civil asesinarlo a la vanguardia del día con el engaño y nuevamente con la palabra. Humillaste la pobreza de tus fieles, saqueaste sus hogares de tierra con la promesa errada de un mañana, con la palabra, con la palabra no santa. Has roto el cristal, Bautista, has permitido prostituir tu voz.
El día en que te conocí te expusiste como un camino, parecía que en ti estaba todo lo que necesitaba. Abriste la puerta y revelaste tu perfil más amable. Entre la calle y la indigencia el pecado de estar vivo me sucumbe. En aquellas tardes podías hacerme ver la salida salva, me decías que tome fuerzas, que me pare, que camine por la luz de tus palabras; lo más asombroso es que pude hacerlo, me incorporé de mi peor derrota y caminé por tus voces. A los pocos días parecía ser otro, parecía que todo el pasado se aglutinaba en un ayer de derrumbe. Ya las tardes gastadas, con sus brillos opacos, me sabían a muerte, a prisión de almas. Desde las luces y hasta las sombras, las sales que había olvidado comenzaban a tener sentido, a saber sabor. La armonía espléndida estaba bajo tu palabra, bajo tu mano, bajo tu mirada. Padre. Nací el 10 de octubre del `70 y renací con tu bautismo luego de casi treinta infiernos. Al punto de ser la escoria regada de lamentos, hundí en un barro de sangre mis pensamientos. Ya de menor elegía pecar, el camino de las mentiras era el más fácil. Le mentí, Padre, le mentí a Doña Ester, la vecina de siempre cuando me indagaba por sus gallinas perdidas, por sus chajales, le dije que no los había visto, que no sabía nada, que lamentaba su pérdida. Le mentí, Padre, le mentí a Emmanuel de la Cruz y a sus policías. Después de permanecer escondido, de permanecer en las afueras del pueblo como sepultado en un exilio forzado, me callé lo que sabía. ¿Recuerdas a los hijos de los Gómez y al finado Ciro? Esa mañana, Claribel y Augusto Gómez habían llegado a la escuelita más temprano que de costumbre, el sol todavía tibio alargaba las sombras en su mañana y en su júbilo. Ciro Fontán, ese viejo beodo y pervertido ya había entablado varias veces diálogo con sus padres, a causa de esto, los niños no le temían y hasta lo saludaban cordialmente más allá de su aspecto desalineado y sucio. Utilizando la habilidad de un lobo los persuadió con la mentira y logró encerrarlos en la parte trasera de su Rastrojero. Nadie vio nada, nunca nadie nada ve cuando se trata de lobos. ¿Evocas en tu memoria que la mujer de Ciro y sus hijos fueron sepultados en un accidente en el `81? ¿Lo recuerdas? Desde entonces que el viejo se reveló iracundo pardo y no se supo más nada de su vida ni de sus sentimientos.
Por aquellos años se me acercó para ofrecerme un trabajo temporal, a la pocilga en que vivía se le estaba viniendo el techo abajo y él no podía repararlo solo. En esos días no pude acercarme a él, casi no emitía palabra alguna y la cerrazón de su persona era absoluta. Cuando desclavamos y volvimos a clavar el techo sobre su dormitorio vi que tenía las paredes repletas de frases escritas con tiza, no llegué a leer muchas, la que recuerdo decía algo de: Tiene, después de todo, algo de dulce caer tan bajo, en la pureza metafísica, en la luz sublime de la nada. Todo me resultó muy raro, el pasado del viejo, el presente del viejo, y las cuatro paredes cubiertas de escritos. Al haber culminado el trabajo en lo de Ciro, Doña Ester, la vecina del campo contiguo, me contrató para hacer unas refacciones y pintar de barniz la glorieta florida de su casa. Este trabajo llevaría un mes, por esto, es que Doña Ester me ofreció el establo para que morase lo que durara el compromiso. Desde el piso de arriba del establo se dibujaba plena la casita de Ciro Fontán, desde allí podía ver todo lo que sucedía, todos los movimientos del viejo. Esa mañana en la escuela, cuando Ciro secuestró a los niños, yo estaba en el corralón de enfrente en búsqueda de tintura para barniz. La secuencia del lobo la vi clara pero callé, no sé porque lo hice, Padre, le juro que me arrepiento de todo corazón, pero no sé porque lo hice. La misma tarde del hecho el pueblo estaba convulsionado y la policía rondaba por todos los rincones haciendo preguntas; tres veces les negué saber algo. El viejo patético los tenía encerrados en su cuarto y yo no sabía que haría con ellos. Padre, a mi la culpa me enloquecía día a día y por las noches no me dejaba dormir, al séptimo insomnio escuchaba gallinas por todos lados, las odiaba, parecía enloquecer por sus espantosos ruidos. Escuchaba el llanto eterno de los niños y también los odiaba. Cuando no aguanté esa pena un segundo más me levanté, me vestí y salí a viento frío y violento de esa noche.
Y por la oscuridad corrí, esa noche de tormenta fue mi cómplice y mi salvadora. En las oscuras chispas, en sus últimos fulgores sin sangrías corrí. ¡Sálvame Señor!, en tu furia lavé mi conciencia de mi conciencia.
Padre, yo los desollé, los desollé como tu lo haces, y lo que es peor, sentí placer, sentí el placer de su sangre tibia en mis manos sucias.

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