viernes, 3 de octubre de 2008

Fulano de Tal


FULANO DE TAL

Yo era un hombre cualquiera, de esos que caminan por una calle cualquiera. Vestía ropa cualquiera y no me importaba más que lo que en la realidad no sucedía. Yo era un hombre de trapo de lavar que se mezclaba con los escombros. No tenía ninguna inquietud que sea realmente inquietante y cualquier árbol teñido de otoño me impresionaba tanto como el último grito de la tecnología japonesa. En mis cuentas todos los números eran cero y el resultado no tenía monto. Recuerdo que el cero o un número cualquiera eran lo mismo. No me convencía ni sumar, ni restar; me daba igual el cero que el diez. Cuando a la mañana despertaba era un día cualquiera, igual a cualquier día de invierno o de verano. No me importaba tener lo que no tengo o no tener lo que debiera tener. No me dolía no amarla ni me interesaba nada que no me amase. No quería ser alguien que le importase ser suyo, ni mío, ni de nadie. En las horas que perdía pensando en lo que debía pensar, no me importaba que nadie piense lo que yo pensaba. Yo, como ya les dije, caminaba por las calles en las que los nadies caminan, porque esas eran las calles cualquiera, las calles de nadie donde orinan los perros sin nombre. En aquel tiempo ninguna mujer me interesaba más que otra. Sólo buscaba una mujer que caminara por un lugar cualquiera. Yo, repito, era un tipo como cualquiera, que pensaba como cualquiera y que sentía como cualquiera. Ni vos, ni yo, ni él, ni cualquiera de nosotros valíamos más que un pucho ya fumado. Miraba un canal cualquiera que me informaba lo que debiera saber de la nada que la realidad presentaba. Ya de joven trabajaba de mozo en un restaurante de medio pelo, mi sueldo era de tres con cincuenta y me alcanzaba porque mi vida era de dos con cincuenta. Atendía quince mesas de manteles desteñidos y los comensales me llamaban de un silbido como a un perro. Recuerdo la bronca que me producía ese sonido; y evidentemente los iba a atender con la cara de perro que mejor me salía. Estuve a punto de aprender a ladrar pero el tiempo no estuvo de mi lado y el restaurante quebró y me vi en la calle y sin empleo. Ahí fue cuando conocí a un tal Bautista, párroco de una capilla de mala muerte en las afueras de infierno. Él me contuvo en la depresión del desempleo y me amparó durante un tiempo. A poco de conocerme me pidió algo que por más pobre que sea nunca haría. Luego me alejé de la gracia del “señor” y fui peón de albañil, de pintor, de electricista, de mecánico, cuidé coches, paseé perros, fui plomo de una banda de cumbia, vendí perfumes robados, limpié vidrios, lavé coches, fui changarín de un ruin, limpié tripas de pescado en la boca, vendí en los trenes hasta que de una gran golpiza casi me matan y me arrojan por la borda. Volví a ser peón de albañil y de mecánico; reincidí a cuidar coches y pintar rejas. Los años pasaban y ya era menos que cualquiera, pedía monedas en las peatonales y mis ropas comenzaban a envejecer y a desgarrarse. Los lunes, en la pensión, me arreglaba lo más que podía y salía a buscar un trabajo digno, al menos de tres con cincuenta. Esos días de lunes las mañanas parecían noches, lugar por lugar oscurecían mi vida y la esperanza marchita se ahogaba en tardes etílicas. Comencé a perder viejas y buenas amistades y a relacionarme con gente que también deambulaba en la búsqueda de un mínimo trabajo o la caridad de quien nos desprecia. Un miércoles por la tarde recibí la noticia que me cambió la vida para siempre: la mujer de la pensión que todavía me tenía aprecio falleció de gastada y el hijo de puta del nieto me echó de un punta pie al empedrado. Ahora sí que estaba jodido. Las calles fueron mías y el trabajo más digno que tenía era el de cuidar coches en la vía pública y manguear monedas a los turistas. Por las noches me refugiaba bajo el alero de la iglesia redonda de Belgrano; de vez en cuando nos corrían a todos a los palos en el nombre de “dios” y debíamos buscar refugio en otro lado, en el infierno mismo. Así transcurrió mi vida, me creció la barba a falta de espejo y por dejadez. Mis ropas eran las únicas que tenía, las puestas, ellas tenían las calles y las noches grabadas como un mapa del desamparo total. No tenía ya absolutamente nada y con lo poco que me importaba no ser un tipo menos que cualquiera me dejé llevar por las calles que no conducían a ninguna parte. Ahora que el tiempo transcurrió mi vida envejeció prematura, me encuentro tendido sobre unos cartones y cubierto por diarios que nadie lee, a la sombra de los prejuicios. Bebo vino de última y observo que por la vereda de enfrente pasa un tipo cualquiera que trabaja en un restaurante mediocre donde lo tratan como perro y que está por quebrar y dejarlo en la calle.

Martín Aleandro 19/5/2007

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